domingo, 31 de agosto de 2014

Hay que compartir

   Los padres queremos transmitir a nuestros hijos valores y costumbres como que sean ordenados, limpios, educados, respetuosos, empáticos, amistosos etc. Queremos que cuando jueguen con otros niños lo hagan en armonía, con compañerismo y compartiendo el juego, y esta última parte, sobre todo en los primeros años de vida, se nos puede resistir más de lo que desearíamos.

   En la guarde (al menos en la nuestra) te dan, al final de cada trimestre, todos los trabajos que ha ido haciendo tu peque y un librito “de notas”, en el que salen unos “items” y la calificación que tiene para cada uno. Por ejemplo, si se sabe los colores a la perfección te ponen un puntito verde, si no siempre se sienta cuando la seño se lo dice te ponen un puntito amarillo, y el suspenso viene a ser un puntito rojo.

   Yo pensaba que mi Gansi, al estar entre los niños más pequeños de la clase, porque nació a finales de año, iba a tener más dificultades que los mayores en alcanzar los objetivos, y me sorprendía gratamente al ver tanto punto verde en los boletines. Pero había algo que le superaba: el compartir. Esa asignatura parece ser que a mi Gansi se le atragantaba.
 


   Entonces me asaltó una idea: “¡Ay madrecita! ¿Estaré criando a un ser egoísta?” y me decidí a trabajar con mi peque este aspecto.

    A lo mejor cogía un puñado de galletas para la merienda y le decía “¿Las compartimos?” y me decía que sí muy sonriente, pues nada, hasta aquí sin problemas. Veía que estaba comiendo algo, aunque fuera una golosina o algo que le encantara, y si le decía “¿quieres compartir con papá?” siempre accedía. Pasamos al siguiente nivel, probando si accedía a compartir parte de su merienda con algún amiguito del parque, y aunque al principio le daba vergüenza, luego lo hacía.

“¡Albricias! ¡Mi peque comparte!”

   Pero ahora venía la prueba de fuego: compartir un juguete o cualquier otra posesión material. Pues aquí nanai, no había manera.

   Y ahí fue cuando me puse a reflexionar. Quizá no era que mi peque no supiera compartir, o que fuera egoísta, quizá es que aún no era el momento, quizá su cerebro no estaba preparado todavía para procesar que otra persona que no fuera de su total confianza tocara sus posesiones más valiosas, sin saber a ciencia cierta cuáles eran sus intenciones o si se las iba a devolver en algún momento.

   En cierto modo lo comprendí. Antes de los 3 años los niños aún están desarrollando la capacidad de jugar con otros niños, los pones al lado y puede hasta parecer que juegan juntos, pero si te fijas bien van cada uno a su bola, aunque jueguen a lo mismo. Por eso, compartir un juguete para jugar juntos no se entiende, porque para ellos en ese momento, o lo tiene uno o lo tiene el otro, y esto es mío y tú me lo quieres quitar.

   Es lógico que los padres nos agobiemos, como yo me agobié, cuando veamos que nuestro no comparte, pero es que una cosa es compartir y otra dejar prestado, y muchas veces confundimos esos términos.

   Viene un niño al parque cargado de cochecitos y otro con un puñado de animalitos y se ponen a jugar, y sus madres enseguida saltan: “¡Manolillo comparte!” “¡Fulgencito comparte!”, y entonces Manolillo le da sus cochecitos a Fulgencito y se pone a jugar con los animalitos de éste y viceveresa, y las madres respiran tranquilas “Eah, mi niño comparte”, y si no lo hacen les insistirán y puede que les den una reprimenda, incluso hasta les lleguen a quitar los juguetes de las manitas (con el consecuente llanto) al grito de “¡Hay que compartir!”.

   Pero yo me di cuenta de que, al menos por entonces, no necesitaba que mi peque prestara sus juguetes a niños con los que no tenía confianza, lo que quería era que jugaran juntos con lo que fuera, y aún no era el momento para eso. Me partía el alma ver la carita con que se quedaba mirando a aquel niño que le había cogido su juguete más querido diciendo (muy bien aleccionado) “Hay que pompatí”, y se había ido a la otra punta del parque a aporrearlo.

   Y también me puse en su lugar. Yo no presto mis cosas a desconocidos o gente con la que no tengo confianza, y mucho menos mis posesiones más preciadas. Si puedo, doy a quien lo necesita, y comparto lo que considero oportuno, cuando y con quien lo considero oportuno, pero no voy al parque y le digo a otra madre “toma mi móvil, que tengo aplicaciones muy chulas, y tú me dejas tu iphone 12 y medio, que tiene muy buena pinta”. Y si yo no lo hago, no puedo pretender que lo haga mi peque.

   Si otro niño viene a casa a jugar, sí que le digo “¿le prestas a Frasquito esto y le enseñas cómo se juega?” y a veces resulta (mamá suspira complacida), a veces cuando Frasquito lleva un rato jugando Gansi recuerda lo muchísimo que ama ese juguete y lo reclama (mamá traga saliva y trata de que se le preste al invitadito otro objeto), y otras veces la respuesta es un no rotundo.

   Poco a poco voy viendo cómo mi peque se va haciendo más sociable, cómo ya va buscando el juego en grupo, y comparte, aunque no hayamos sido partidarios de imponer la norma del “Hay que compartir” que algunos niños repiten como loros mientras te arrebatan aquello que les ha entrado por el ojo o te tienden sumisamente y con pena cualquier objeto de los que traigan en ese momento, pero me asalta la duda de hasta dónde comprenden el concepto de compartir.



domingo, 24 de agosto de 2014

Dar medicinas a tu peque

   Estoy a favor de la crianza respetuosa, claro, pero hay ocasiones en las que me es muy difícil llevarla a la práctica, por ejemplo, pienso que obligar a alguien a hacer algo que no quiere no es precisamente de lo más respetuoso.

   Pues cada vez que he tenido que administrar alguna medicina a mi Gansi, ha tenido que ser siempre por obligación y a la fuerza. Yo no sé cómo será en otros niños, si abren la boca sumisamente y se tragan todo lo que les eches, pero mi peque desde luego que no, si te ve acercarte con un bote de jarabe, por mucho que le digas que es por su bien, huirá como alma que lleva el diablo.

   Cuando era muy bebé era más fácil, le metías un jeringazo de lo que fuera y listo, pero esta etapa duró un suspiro, enseguida adquirió una fuerza para anclar las mandíbulas que ni un caimán, apretando esos pequeños dientecillos casi hasta el punto de la fusión.

   Me miraba con cara de “¿Qué es eso que traes ahí?” y yo le decía “Es para que te pongas mejor, cariño, ya verás, dice que es de fresa, tiene que estar rico...”. Y debía pensar que eso ya lo había probado antes, y que de rico nada, porque seamos sinceros, los fabricantes de medicinas no deben haber probado una fresa o una naranja en su vida.

   Querer darle una medicina a un niño pequeño puede ser peor que darle una pastilla a un gato, no sé si alguna vez lo habéis intentado... Solo que no se trata de un gato, sino de tu peque, y si tu caso es como el mío, está sufriendo.



   
   Si es cuestión de vida o muerte, le sometemos a la tortura que haga falta, pero lo difícil es determinar dónde está el límite. ¿Merece la pena hacer pasar el mal rato a tu hijo porque tose un poco y tiene 37,8 de fiebre?

   Los padres, en especial los primerizos, enseguida nos alarmamos ante el menor indicio de enfermedad de nuestro bebé, pero lo que aprendí de la fiebre es que no tiene por qué ser mala, ni se debe tratar de combatir siempre y en todos los casos. 





   Y realmente el motivo más común por el que los padres administramos medicinas a nuestros hijos es el resfriado (para el que por cierto no hay cura, sólo paliativos), y lo más utilizado en estos casos son los famosos Apiretal y Dalsy, que yo los compraba en formato grande, y porque no los había de a litro, hasta que empezaron a salir a la luz los peligros desuministrar ibuprofeno y paracetamos a los niños, especialmente de forma combinada, que no sólo puede disminuir su eficacia, sino incluso agravar el proceso gripal.

   Mirar el prospecto de un medicamento, muchas veces es para echarse a temblar, porque si te pones a ver los efectos secundarios parece que te vas a poner peor si te lo tomas que si no lo haces, pero los posibles efectos adversos del ibuprofeno son increíbles, para ser algo que se toma de manera tan habitual y cuyo consumo está tan extendido.

   Pues bien, ahora supongamos que has decidido que entre lo mal que lo pasa tu peque para tomarse la medicina, y el posible peligro que conlleva, pues no se lo vas a dar, pasará ese resfriadillo o gripe con otros paliativos más naturales, y toserá (a veces durante toda la noche, lo que dificultará el descanso de todos), moqueará y tendrá dificultades para respirar, y tendrá todo su cuerpecillo apagado por el malestar. ¿Qué es lo que pasa entonces por la mente de la madre? ¡En efecto! La señora culpabilidad, que crecerá de manera exponencial cuando la primera persona que le vea te diga escandalizada “¿Y no le estás dando nadaaaaaa? ¡Pues yo a los míos sí es daba (inserte medicamento actual o descatalogado hace 20 años) y se ponían bien enseguida!”.

   Y entonces ya dudas. Claro que lo pasará mal un rato cuando le des la medicina, pero luego lo agradecerá porque se pondrá mejor... ¿no? Ya te digo, hermana, que si le das el mejunje te vas a sentir mala madre, y si no se lo das también, así llegamos a ser las madres. Si no le llevas al médico te sentirás culpable por no hacerlo, y si le llevas también. Yo he llegado a sentirme fatal en una sala de espera pensando que estaba allí porque no había sabido cuidar bien a mi peque, quizá se había resfriado porque no le había abrigado lo suficiente, o quizá le había abrigado demasiado, el caso es que era culpa mía, y seguro que todas las demás personas que esperaban allí y me miraban pensaban lo mismo, “mírales ahí, juzgándome en silencio”...

   Así podemos ser las madres, eternas culpables de todo cuanto les pase a nuestros peques, pero este tema ya da para otro post.

   ¿Alguna vez habéis tenido que poner un enema a vuestro peque? Pues si dar medicinas es chungo, esto es el no va más. Mi Gansi tenía un estreñimiento brutal, ya ni comía, lloraba cuando hacía sus necesidades y sangraba porque ya se le había provocado una fisura, y no le hacía efecto nada de lo que le diéramos de comer o beber, así que pensamos que lo mejor era ponerle un enema pediátrico, y creo que pocas veces en mi vida me he sentido peor. Con mi peque chillando, resistiéndose y su padre y yo sujetando y presionando su cuerpecito, aquello parecía una violación, y aunque enseguida le hizo efecto y le alivió todo lo mal que lo estaba pasando, dejó de llorar y hasta le devolvió la alegría que hacía días que había perdido, pues ni aún así conseguí tranquilizar mi conciencia.

   Ahora cada vez que tengo que darle una medicina a mi peque me echo a temblar, me lo pienso mucho y le doy mil vueltas a cómo puedo colársela en la comida o de forma que no se de ni cuenta, como se hace con los perros que les metes la pastilla en un quesito y va para adentro sin que se enteren, sólo que a mi peque no “se la das con queso” tan fácilmente...



domingo, 17 de agosto de 2014

Mi anti operación bikini

   Antes de quedarme embarazada no solía tener problemas para mantenerme en mi peso ideal, a veces un par de kilos por debajo y a veces un par de kilos por arriba. Me gusta comer sano, bebo mucha agua, no soy de picotear entre horas, y antes hasta hacía yoga, y a lo mejor eso ha influido en que haya tenido la suerte de no tener que hacer nunca una dieta.

   Siempre he tenido en mi entorno a alguien preocupado por su peso, y a lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que han hecho todo tipo de dietas, y sin embargo mi peso nunca ha estado entre mis preocupaciones.

   Pero cuando me quedé embarazada comencé una relación con alguien muy acostumbrado a tener relaciones tortuosas: el peso del baño. Creo que en mi vida me había pesado tantas veces.




   Comencé a ganar peso desde el día 1 del embarazo. Normalmente cuando se acercaba el día de la regla me hinchaba un poco, y era habitual verme por casa con el botón del pantalón desabrochado unos días, pero aquel mes, a dos días de la falta era incapaz de abrocharme mis pantalones, incluso con leggins estaba algo incómoda. Creo que tuve que empezar a usar ropa premamá a las 8 semanas de embarazo.

   Y tenía hambre, mucha hambre, y me apetecían cosas que antes no solía comer, como bollería o patatas fritas, así que la báscula fue subiendo a un ritmo que para mí era vertiginoso.

   Por todas partes me llegaba el mensaje de que lo ideal era engordar un kilo por cada mes de embarazo, y no era mi caso en absoluto, de hecho en los últimos meses ya me empezaban a mirar mal en las revisiones. Creo que no me regañaron antes (aunque sí me arrugaban la boca y me soltaban un gruñido a lo Marge Simpson), porque empecé mi embarazo por debajo de mi peso ideal, pero ya iba por 17 kilos ganados y la doctora que me hizo la última revisión me dijo que si el bebé pesaba unos 3 kilos, la placenta otro par de ellos y el líquido amniótico otros tantos, que más de 7 kilos no se iban a ir y que el resto me iba a tocar perderlos a mí. Y yo que no sabía ni lo que era una dieta, me quedé con el cuerpo espantado.

   Así que cuando llegué a casa tras el parto, una de las primeras cosas que hice fue pesarme, y la verdad es que había perdido bastante más de lo que esperaba, pero aún me faltaba mucho para volver a mi peso pre-embarazo.

   Y contra todo pronóstico y esperanzadores mensajes del tipo “ya veras, uuuuuuuy lo que te va a costar ahora perder eso”, sin necesidad de dieta ninguna, el peso fue bajando solito, gracias a la lactancia, a las malas noches y al estrés de Gansa primeriza que va viendo que la maternidad no es como se la pintaron y piensa que lo está haciendo todo fatal de la vida.

   Como ya comenté en otro post, al principio estaba encantada de que esos kilos cogieran sus maletas y abandonaran por sí mismos mi cuerpo, permitiéndome ponerme mi ropa de antes del embarazo en tiempo récord (menos de un mes), aunque al principio ajustada, claro, y algunos de mis vaqueros que no dieron de sí, tardaron algo más en volver a formar parte de mi vestimenta.

   Pero lentamente, a lo largo de los meses, el peso siguió bajando y bajando, superando mi peso pre-embarazo, hasta que la gente de mi entorno se empezó a preocupar. Yo sabía que comía todo lo que me pedía el cuerpo, que no era poco, por cierto, y me encontraba bien de salud, así que tampoco me importaba mucho que se marcara algo más el hueso.

   No me desagradaba mi imagen, aunque sí que es cierto que me veía más favorecida más llenita, sobre todo la cara, y la curva de mis nalgas que ahora era tan inexistente que mi culo parecía una aspirina.


 Mis nalgas eran así: aplanadas, blancas y con su rayita en medio...


    Pero cuando me decidí a hacer algo al respecto fue cuando todo el mundo empezó a culpar de mi estado a nuestra lactancia, y yo ya estaba muy cansada de tener que luchar para defender que iba a funcionar, ahora ya no me quedaban fuerzas para tener que escuchar a diario que tenía que dejarlo por mi bien, porque me estaba consumiendo, porque me iba a enfermar, y ya lo último fue que el ginecólogo me dijera que con ese peso ni siquiera me iba a venir la regla. Realmente tardó 29 meses postparto en aparecer, y no lo hizo hasta que no logré superar los 55 kilos.

   Así empecé mi anti operación bikini, midiendo 1,73 y bajando de los 52 kilos, vamos que bien caracterizada hubiera pasado desapercibida en Cibeles. Sólo quería que me dejaran tranquila con nuestra tetita, demostrar que podía seguir lactando y atendiendo las demandas de mi peque y engordar si quería, y para ser sinceros, también me estaba empezando a preocupar un poco por mi salud, llegando incluso a hacerme analíticas, pensando que tenía algo malo.

   Y fue mucho más difícil de lo que creía, porque yo pensaba que para engordar sólo tenía que comer a saco. “¡Qué envidia me tendrían la mayoría de las mujeres! Puedo comer lo que quiero y no engordo”. Pero no fue ni muchísimo menos tan bonito. El día que comía un poco más de la cuenta me enfermaba, me daba indigestión, gastroenteritis, fiebre, diarrea y al final terminaba incluso perdiendo más peso, y el día que no me atiborraba hasta el límite, también perdía. Ni siquiera conseguí engordar en navidad (¿quién no engorda en navidad?) sin privarme de turrones, polvorones y atracones familiares (que no solían acabar bien, por lo que he comentado antes).

   Así que necesitaba una dieta para engordar, ironías de la vida, que tu objetivo sea engordar, y que no puedas comer lo que te de la gana, porque tampoco quería que mi salud se resintiera por ello.

   Y poco a poco, y con mucho esfuerzo, lo conseguí, con una dieta hipercalórica y consejos como: Sustituir azúcar por miel, cocinar con más aceite (de oliva virgen extra, para que fuera más sano), consumir más frutos secos, sustituir parte de la ingesta de agua por zumos (a ser posible naturales), hacer cenas un poco menos ligeras (sin pasarse, para que la indigestión no afectara el descanso nocturno), y mi más fiel aliado, mi amado chocolate, en todos sus formatos posibles, pero sin abusar.




   He de decir que es tremendamente complicado encontrar una dieta hipercalórica efectiva y saludable, con lo fácil que es para muchas mujeres engordar, y seguramente lo sea también para mí el día que cambie mi metabolismo, y entonces me acordaré con nostalgia de aquella época en la que no engordaba comiera lo que comiera.

domingo, 10 de agosto de 2014

Lo que aprendí sobre los brotes de crecimiento y crisis de lactancia

   Todos pasamos por momentos en los que, por la razón que sea, nos apetece comer más, otros en los que nos apetece comer menos, y otros en los que no tenemos ni pizca de hambre. Pues los niños no iban a ser menos, solo que a veces se nos olvida.

   Incluso si tenemos presente esta idea, el día que el peque esta “desganado” no podemos evitar pensar que algo anda mal, porque muchas enfermedades y dolencias vienen acompañadas de pérdida de apetito, y si descartamos esto y el niño está sanito, corremos el riesgo de caer en la afirmación de que nos está vacilando con la comida.

   Yo personalmente no estoy a favor de obligar a los peques a comer, ni forzarlos de ninguna manera, porque si no comen, por alguna razón será, desde que estén empachados, a que sencillamente no les guste la comida y tomen lo justo para saciar el apetito. Porque seamos sinceros, si nos ponen por delante un plato de comida que no nos gusta (y todo el mundo tiene alguna) o no nos la comemos, o comemos lo justo, pero lo que es seguro es que no nos vamos a atiborrar.

   Pero los padres, en nuestro lógico afán porque nuestros peques tomen una alimentación lo más completa y equilibrada posible, recurrimos a nuestro ingenio para tratar de hacer más atractiva esa comida que tiene tan mala pinta, o camuflar un poco ese sabor que no les es tan agradable. Y cuando el ingenio se acaba o no está presente, caemos en la tentación de obligar, coaccionar y chantajear a nuestra criatura, por supuesto pensando siempre que el fin justificará los medios.


   

   O simplemente puede suceder que no calculemos sus necesidades alimenticias y pensemos que debería comer una cantidad superior a la que necesitan, y esto ocurre mucho cuando se trata de niños muy menuditos y a veces nerviosos, y es natural que sus padres se preocupen y se encierren en la idea de que si no están todo el rato recordándole a su peque que tiene que comer, éste les va a caer en la inanición, pero esto no sucede así, sólo hay que tener un poco de confianza en nuestros hijos, aunque en muchas ocasiones puede suponer un complicadísimo acto de fe.

   Pero a lo que voy es a lo contrario, a esos momentos en los que los niños, incluso los que normalmente parece que se alimenten del aire, de repente devoran todo lo que se les pone por delante.

   Y es que, aparte de los condicionantes de apetito que tienen en común con los adultos, los niños tienen además el de su propio crecimiento, que no se produce siempre al mismo ritmo, sino que va más lento en algunas épocas y más rápido en otras, lo que se conoce como “estirones”.


 Imagen de: http://cronicassepelaci.blogspot.com.es/2010_06_01_archive.html

   Pues estos picos de crecimiento que aumentan sus necesidades alimenticias les vienen sucediendo desde el mismo nacimiento, aunque supongo que incluso antes, lo que sucede es que no nos damos cuenta de ello, y se afrontan de manera diferente según el tipo de alimentación que demos a nuestro bebé.

   Algunas madres (y padres) que alimentan a sus bebés con biberón de leche artificial siguen a rajatabla el horario y las cantidades según peso y/o edad que les haya recomendado su pediatra/madre/amiga/vecina/el propio bote de leche en polvo/etc, así que su peque tendrá épocas en las que andará todo el día hasta la bola de leche, porque su madre insistirá con el bibe hasta que se lo termine todo (“¡qué malo es para comer este niño!”) y otras en las que le sabrá a poco y tendrá que pasar hambre (y probablemente llorar) hasta la siguiente toma (“¡es que todavía no le toca!”).

   Otros niños alimentados con biberón lo reciben más a demanda, de manera que siempre les tiene que sobrar algo de leche, que si es mucha, el siguiente bibe se hace con menos cantidad, y si se lo tomaron entero el siguiente bibe llevará más leche, y así se va adaptando la ingesta a las necesidades alimenticias.

   Para los niños que toman pecho el mecanismo es el mismo, pero algo más complicado, porque será el cuerpo el que tendrá que aumentar la producción, y para ello habrá que aumentar también el estímulo. Por eso habrá épocas en las que nuestro bebé haga tomas más espaciadas, y casi con un horario de cada 2 o 3 horas, y muchas otras épocas en las que parece que sólo hiciera 5 minutos desde su última toma (y puede que sí que los haga).

   Son estas épocas las que, si nadie nos lo previene, nos pueden llevar a pensar a las madres que nos hemos quedado sin leche porque nuestro bebé se queda con hambre, y caemos en soluciones contraproducentes como tratar de espaciar las tomas o sustituirlas por un suplemento de leche artificial, alias la “ayudita que no ayuda”, cuando lo que necesitamos es justo lo contrario, poner a nuestro peque al pecho lo más constantemente posible para que la producción se adapte cuanto antes.

   A estos picos de crecimiento que tienen los bebés alimentados con leche materna se les llama también "crisis de lactancia". Os dejo unos enlaces en los que se explica muy bien lo que sucede en estos casos en los que, incluso los bebés que antes mamaban con la puntualidad de un reloj, de repente tienen épocas que no paran de pedir teta, están como inquietos, apenas duermen y sólo se calman al pecho.


   Algunos de estos brotes de crecimiento se manifiestan de manera distinta, dándose el caso de que el bebé no pide pecho tan a menudo o pareciera que hasta lo rechazara, o hace tomas muy cortas, e incluso disminuyen sus deposiciones.

   Y si además llegamos a los 3 o 4 meses de lactancia, en los que es frecuente que la madre se note el pecho blando, o que ya no se le llena como antes, parece que sólo hubiera que sumar 2+2 para ver que ya no hay leche, pero nada más lejos de la realidad.


   Imagen de:http://id-id.fb.me/pages/Mam%C3%A1-Peloti/595082820553263?ref=stream

   En esos mismos enlaces tenéis consejos para superar o sobrellevar estas crisis, que pueden llegar a ser exasperantes, sobre todo si no sabemos muy bien qué es lo que está pasando. Lo principal que hay que hacer es mantener la calma, confiar en que todo pasará (porque se pasan), y sobre todo, atender a las demandas alimenticias de nuestro bebé, por muy frecuentes que sean, cuando así lo sean, y no insistir demasiado para no llevar a rechazo en los momentos en los que sean más espaciadas, siempre vigilando que no exista ningún otro problema de salud subyacente, y que las deposiciones, aunque en algún momento disminuyan, sean siempre suficientemente abundantes.

   Y posts como éste son los que me hubiera a mí gustado leer en esos inicios de mi maternidad, porque estas cosas, por desgracia, hoy en día no son las que se suelen comentar entre las madres, y a muchas nos pillan por sorpresa y nos desconciertan bastante, así que espero de todo corazón que a alguien le sea de utilidad.

domingo, 3 de agosto de 2014

La lactancia y el tamaño del pecho

   Es curioso cómo no había reparado en ello, pero me he dado cuenta de que cada vez que he visto representada una imagen de una mujer dando el pecho a su bebé, en la mayoría de los casos tenía pechos grandes. Pocas veces he visto imágenes de mujeres dando el pecho con menos de una talla 95.

   ¿Acaso tiene alguna relación el tamaño de los pechos con la lactancia?

   Puede parecer lógico, unos pechos grandes estarán cargaditos de leche como dos enormes alforjas, así es imposible que el niño pase hambre... pues resulta que la lactancia no funciona así.

   El pecho está compuesto por tejido muscular y grasa, no son sacos cuyo contenido se sustituye por leche. Algunos tienen más grasa y músculo y otros menos, y durante la lactancia no desaparecen para dar lugar a un reservorio de leche. Todos los pechos femeninos tienen sus glándulas encargadas de fabricar la leche, y los conductos por los que se transporta, independientemente de su tamaño.

   Creo que la confusión viene de la preconcepción de que el pecho funciona como una cisterna, que se llena y se vacía. Por eso muchas mujeres piensan que deben dejar un tiempo entre toma y toma para que se les puedan llenar. Pero en realidad, el pecho funciona más bien como un grifo, del que sale más o menos cantidad dependiendo de si lo abres más o menos, y siempre sale, aunque haga 5 minutos desde la última vez que lo has abierto.

   Y es que la producción de leche responde al estímulo de succión del bebé, y si bien es cierto que de no succionar en un tiempo se acumula un poco, no quiere decir que haya que esperar a que esto suceda para dar de mamar a los bebés.

   Junto con la leche, se segregan además unas sustancias que son inhibidoras de la producción láctea, y que cuanto más se acumula la leche, más se acumulan ellas también y hacen que cada vez se vaya produciendo menos, hasta que el bebé mama y vuelve a bajar su concentración, lo que hace que la producción aumente.

   En resumen, cuanto más toma el bebé, menos inhibición de leche y más producción. Y todo esto no tiene relación alguna con el tamaño que tengan los pechos.


 Imagen de http://lactarte.blogspot.com.ar/


   Ya he comentado en algún post anterior que no destaco por mi exuberancia, pero en ningún momento dudé de mi capacidad de alimentar a mi peque con mi propio cuerpo. Sin embargo, me llamaba la atención que otros sí dudaran, algunos más discretamente y otros con un descaro alucinante.

   Y resultó que mis pequeñinas estuvieron más que a la altura, porque mi bebé crecía y engordaba que a veces daba hasta susto. Y lo hacía no por la calidad ni cantidad de mi leche (que no era ni más ni menos la que debía ser), sino porque le correspondía por su constitución, pero de haber sido un bebé de percentil bajo, más de una mano entrometida hubiera señalado como culpables a mis pobres mandarinas.

  



   Los hombres no suelen meterse en estas cosas, a no ser que tengan mucha confianza con una o muy poca educación, pero las mujeres no se cortan un pelo. Cuando veían a mi peque con su cuerpecito lleno de roscas como el muñeco de michelín, y yo les decía que sólo le daba pecho, era inevitable, los ojos se les iban con pasmo a mis pechos, y su mirada lo decía todo, aunque a veces no hacía falta porque directamente me soltaban: “¿¿¿Con lo poquito que tienes???”... Pues sí, señora... Y a veces lo remataban con un: “Ains, pues debes tener muy buena leche”.

   ¡Claro! Poco pecho = poca leche, lo que pasa es que está muy concentrada ¿no?

   Para mí el hecho de que lo mismo me dijeran que mi leche era agua o que era leche condensada no hacía más que alimentar mi idea de que tenía que pasar de lo que los demás dijeran, ni consejos no solicitados, ni juicios.

   Así que si tienes poco pecho y por eso piensas que no vas a tener leche suficiente para tu bebé, olvídate de esa idea, es MENTIRA con mayúsculas, tendrás la leche que tu bebé necesite, porque tu cuerpo se preparará para ello.

   De hecho, el cuerpo ya se empieza a preparar durante el embarazo, y muchas mujeres notan cómo el pecho les aumenta una o dos tallas. Pero no siempre pasa, de hecho, yo no lo noté y aún así no tuve problema ninguno con nuestra lactancia. Lo que sí noté fue un par de días tras el parto, con la subida de la leche... ¡Boom! Que ni me reconocía en el espejo. Claro que no era así siempre, el volumen aumentaba o disminuía en función del tiempo que hacía que mi peque había mamado, y muchas veces me dejaba asimétrica, cuando mamaba más de un pecho que de otro.




   Y cuanto más grandes se me ponían, también más sensibles, así que no me podía permitir ponerme un sujetador push up y presumir temporalmente de escotazo, pero mira, ni falta que me hacía.

   Llega un momento en la lactancia en que el pecho no se siente llenar como antes, y es frecuente que muchas mujeres piensen que ya se han quedado sin leche, pero nos suele pasar a todas, y leche sigue habiendo, y mucha.

   No tengo ni idea de cómo se me quedarán una vez que mi peque se destete definitivamente, la verdad es que prefiero no pensar mucho en ello porque he oído historias para no dormir sobre que se me pueden quedar aún más pequeñas que antes, o fláccidas, o también he oído que se quedan igual pero blandurrias, no lo sé, pero cuando suceda aquí estaré como siempre para rebatir mitos.