martes, 22 de diciembre de 2015

Recuerda quien es el adulto

   Muchas veces nuestros peques nos hacen perder la paciencia. Ellos viven a otro ritmo (van a toda pastilla cuando queremos estar tranquilos y van tranquilos cuando tenemos prisa) y les cuesta entender el no (incluso aunque creas que se lo has explicado con total claridad), se cansan, se ponen chocantes, se estresan, se aburren o les da el subidón en el momento o lugar más inoportuno.



    Es en esos momentos cuando necesitamos más que nunca respirar profundamente y recordar que nosotros somos los adultos, que tenemos mucho más control sobre nuestras emociones que ellos. Que puede que nuestro peque esté fuera de sí, pero no quiere decir que nosotros, los padres, no podamos (y debamos) mantener la calma. Al fin y al cabo, son personitas en construcción.

   Tengo un recuerdo de mi infancia. Estaba yo en clase de lengua y la profesora repartiendo exámenes. Me pareció injusto que no me hubiera corregido uno de los ejercicios y fui a preguntarle por qué. Me dijo que había hecho la letra tan pequeña que apenas la entendía, a lo que respondí que quería que mi respuesta fuera completa, que había muy poco espacio para contestar (de hecho, había tenido que usar parte de los márgenes) y no nos había permitido utilizar papel aparte, que si quería podía leérsela para que pudiera corregirla. Se lo dije desde el respeto más absoluto (porque además yo era una alumna modélica y bien modosita), pero a la señora se le cruzaron los cables. Estaría harta de que le hicieran reclamaciones de exámenes ese día, o estresada por lo que fuera, o se le había olvidado echarse el dermovagisil, pero el caso es que se puso echa una fiera y comenzó a chillarme con los ojos desorbitados. Mi primera reacción fue quedar en shock, y ya estaban a punto de saltárseme las lágrimas cuando observé fríamente el panorama: una señora hecha y derecha perdiendo los papeles delante de una niña que estaba totalmente en calma, y así decidí seguir, mirándola fijamente, calmada y sintiendo vergüenza ajena por ella, de tal modo que cada vez se irritaba más, y me retaba a que le contestase, hasta que salió de la clase y mis compañeros me vitorearon. Me había comportado yo como la adulta, y ella sola se había dejado en evidencia. Nadie entendía cómo había sido capaz de mantener la compostura.


 "Señora... ¿tiene usted picores? Ya sabe... ahí..."


   Y lo que le pasó a aquella señora ese día nos pasa muchas veces a las madres (y padres), que perdemos los papeles en situaciones que deberíamos ser capaces de controlar, pero que en ese momento, por la razón que sea, nos desbordan. Nuestros hijos chillan y nosotras chillamos más fuerte, nos ponemos a su altura o pretendemos que se comporten como si fueran adultos, cuando quizá ni siquiera saben cómo se espera de ellos que se comporten en ese determinado momento o lugar o por qué.

   De echo, en el caso de los niños, el vernos a sus padres o cuidadores calmados les ayuda a calmarse. Lo cual no quiere decir que les ignoremos o no les tomemos en serio. Eso que a veces se les dice a los niños de “hasta que no te calmes no te hago caso” que el pobre niño debe pensar “eso quisiera yo, poder calmarme tan fácilmente, pero he entrado en un bucle en el que ya ni me acuerdo por qué estoy gritando y llorando”.

   Pero vamos, que no voy a juzgar a nadie porque a mí misma me ha ocurrido que ha llegado un momento en el que me he quedado ya sin recursos y lo único que se me ha ocurrido decirle a mi peque es “pues ya te calmarás, cuando tú veas”.

   Y esta es, bajo mi punto de vista, la mejor manera de gestionar una rabieta infantil. Porque tooooodos los niños las tienen en algún momento. Sí señor/a sin hijos, no sólo los míos porque los malcríe (que igual el peque en cuestión es que tenía un mal día, y normalmente no se le va la olla por cualquier tontería, pero ese día sí), sí señora mayor que educó a la perfección a sus churumbeles, sus hijos también las tuvieron aunque usted ya no lo recuerde, sí querida madre primeriza reciente, lamento decirte que tu peque también las tendrá tanto si decides colmarlo de amor y atenciones (y crees, como yo cuando era Gansa Premamá, que un peque bien atendido no tiene por qué tener una rabieta), como si decides criarlo con la rectitud de una Super Nanny británica. Porque si existe un peque que no tenga rabietas, a ese le pasa algo que no es muy normal...

   Tanto las rabietas como las salidas de tono, el nerviosismo, las travesuras, la rebeldía, son parte de lo que significa crecer y formarse como persona. Lo importante como padres es saber reconducir estos comportamientos, tratar de evitarlos en la medida de lo posible y manejar la situación lo mejor que se sepa y con la mayor calma posible, que parece pedir poco, pero nada más lejos de la realidad.

   A los niños les cuesta gestionar sus emociones y sentimientos, y siempre va a existir un momento en el que deseen algo que por lo que sea no les podemos conceder, o no se lo podemos dar en ese instante. Y no quiere decir que sean unos caprichosos o unos mimados.

   “¿Por qué no puedo meter los dedos en ese enchufe? ¡Jo, con la curiosidad que tengo! ¡Si creo que caben! Venga jolín mamá, sólo un poquito... ¿Qué dices de que me voy a electrocuqué? Bah, seguro que no es para tanto... Porfiiiiii”.


   
   Además el universo de los niños es distinto al nuestro, cosas que para nosotros los adultos no tienen la menor importancia para ellos son lo más grave que les ha pasado en todo el día o en toda su vida.

   Y después de gritar a nuestro peque, o darle un cachete o perder los papeles de alguna forma, viene esa vocecita de remordimiento (y el que no la tenga, yo me preocuparía por su salud mental), que nos hace analizar si hemos actuado bien, si nuestro comportamiento ha sido proporcionado, si podíamos haber resuelto el asunto de otra manera, o si ha sido para tanto lo que ha hecho nuestro peque. Otra cosa es el resultado final de este debate interior, pero tenerlo creo que lo tenemos todos en algún momento.

   Poco a poco vamos conociendo a nuestros peques y podemos anticiparnos a sus reacciones, sabemos lo que tardan en aburrirse de algo, los sitios o las situaciones que les producen más estrés, e incluso esperamos que en algún momento se comporten de manera totalmente inesperada y reaccionen como habitualmente no lo harían.

   ¿A quién no le ha pasado que a tu peque le han ofrecido algo que jamás le ha gustado, dices “no lo va a querer, no le gusta”, y ahora ves que el/la hijuesumadre lo trinca y lo devora y a ti se te tuercen la cara y el culo en ese instante? Son así de imprevisibles...

   Y es que no siempre resulta fácil, por mucho que nos repitamos a nosotros mismos el mantra de “el adulto soy yo”, no siempre es sencillo mantener la calma, porque no siempre se sabe cómo actuar o cómo responder, y ahí reside la maravilla de la paternidad, en probar y errar y volver a probar y encontrar algo que funciona, que deje de funcionar y buscar otra alternativa.

   En nuestro caso, una buena estrategia cuando estamos en público, es imaginar que no hay nadie, no hacer caso a miradas enjuiciadoras que esperan que calles ya esa alarma antirrobo que parece que lleva tu peque adentro, algunos como si estuvieran viendo una película (que solo les falta la bolsa de palomitas y las gafas 3D) y diciendo “venga, dale una colleja, vamos, que se lo está ganando, colleja, colleja...” Y así atender esa salida de tono (por utilizar un eufemismo) de nuestro peque a nuestra manera y a nuestro ritmo, y olvidarnos del reloj, que lo más probable es que lo que sea pueda esperar unos minutos a que ayudemos a nuestro peque a recobrar la calma.

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