Yo creía que la depresión postparto
era algo que sólo afectaba esporádicamente a algunas mujeres,
incluso dudaba de su existencia, pero descubrí que es algo real,
aunque se puede vivir de diferente manera y en diferente grado, de
modo que hay mujeres que sólo experimentan cierta tristeza o “baby
blues”, o hipersensibilidad, otras apenas nada, y otras una depresión auténtica,
siendo su duración también variable.
Imagen de mamadre.com
No se sabe a ciencia cierta por qué
ocurre, pero si se conocen algunos de sus componentes o posibles
desencadenantes. El principal de ellos, por supuesto, es ese batido
de hormonas que se nos forma después de tener a nuestros bebés.
Lo que se siente, principalmente, es
tristeza, agotamiento, cambios de humor, sensibilidad e incluso
ansiedad.
“¡Pero eso a mí no me va a pasar!
El vínculo con mi bebé es muy fuerte, es un bebé tremendamente
deseado y sueño con el día en que por fin tenga su tierno
cuerpecito entre mis brazos. Será tanto el amor que desprenderé por
los poros que no habrá depresión que valga”... ay Gansa
premamá...
Cada día que pasa tengo más claro que
un factor increíblemente influyente en el grado en que se manifiesta
la depresión postparto es esa falsa expectativa que se nos crea a
las futuras mamás primerizas y que luego nos golpea la realidad en
la cara, de forma que vemos a nuestro anhelado bebé como un extraño que ha aparecido en nuestra vida. También afecta ese sentimiento absurdo de que tenemos que
poder con todo (yo me veía dando el pecho a mi bebé mientras
estudiaba y con una mano pasaba el plumero... no problem!), y no
pedir ayuda, porque para eso hemos decidido ser madres, y esto no
puede estar más lejos de la realidad.
"¡Si está chupao!"
¿Cómo no iba a estar triste?, ¿cómo
no iba a estar estresada?, ¿cómo no iba a estar agotada?
Creo que el hecho de que mi bebé fuera
tan demandante fue un regalo, una durísima lección de cómo debería
vivirse la maternidad, y de las necesidades reales de un recién
nacido, que yo hasta entonces creía que eran sólo alimentarles cada
3 ó 4 horas, bañarlos y cambiarles el pañal.
Pero antes de que me diera cuenta de mi
error conceptual, me sentía terriblemente mala madre. ¿Qué estaba
haciendo mal? ¿Por qué mi bebé no era “como debía ser”? ¿Por
qué no dormía entre toma y toma? ¿Por qué lloraba tanto? ¿Por
qué no quería estar en su cuna o en el carrito? ¿Por qué se me
acumulaban tanto las faenas de la casa? Pues menuda inútil estaría
hecha...
Esta tranquila estampa se repetía en mi casa una vez cada jamás nunca
“Ya está, no valgo para esto, mi
pobre bebé estaría mejor con cualquier otra persona que supiese
cuidarle como necesita”. Estaba tan agotadísima después de horas
de llanto inconsolable, de no poder ducharme ni salir de casa, casi
ni comer, y no dormir más que microsiestas de 5 minutos durante
semanas, que quería morir (literalmente), pensaba que lo mejor era
quitarme de enmedio y que a mi bebé lo cuidara alguien que supiera.
Si acabas de tener un bebé y alguno de estos pensamientos aparece
por tu cabeza, o referentes a hacerte daño a ti misma o hacérselo a
tu bebé, como estrellarlo contra la pared para que al fin deje de
llorar (sé lo fuerte que suena, y lo desesperada que una tiene que estar para tan siquiera pensar algo parecido), tienes depresión postparto y
NECESITAS AYUDA URGENTE.
Y no, no estás sola ni deberías
estarlo, ni eres un bicho raro.
Lo primero que tenemos que hacer para
minimizar los efectos de este cóctel hormonal que nos dejan el
embarazo y el parto es ser conscientes de ello. Tener presente que
nuestro sabio cuerpo acaba de realizar una proeza como es crear una
vida, y que se merece un descanso.
La mujer puerpera se merece que la
cuiden, que la mimen, poder tumbarse con su bebé las horas que sean
necesarias y no tener que estar pendiente de preparar comidas, poner
lavadoras o limpiar el polvo. Y el niño recién nacido (que también
ha trabajado lo suyo para venir al mundo) necesita irse acostumbrando
gradualmente a su nueva vida. El periodo de exterogestación (los 9
primeros meses de vida del bebé) debería estar mucho más
reconocido.
Si nos fijamos en las mujeres de
antaño, esas que eran el pilar de familias súper numerosas, era
frecuente que cuando fueran a dar a luz estuvieran asistidas por
madres, hermanas, cuñadas (ya que la relación con la familia era
muy cercana y las casas siempre solían estar llenas de vida),
vecinas, primas, y las hijas mayores si las había ya. Durante un
tiempo, la madre sólo se dedicaba a su criatura, y no faltaba quien
se ocupara de todo lo demás. Tengo parientes en el pueblo que son
muy tradicionales, y una de ellas, como es vieja costumbre, se fue a
vivir a casa de su madre durante los 2 primeros años de vida de sus
hijos, que tuvo muy seguidos uno del otro.
Y es que eso de una mujer sola
encargada de cuidar a los niños (“ni siquiera hace falta que el
padre se implique lo más mínimo... ¡ya me encargo yo!”), hacer
las faenas domésticas (“mi casa resplandeciente, la comida todos
los días a su hora y la ropita limpia y planchadita”), no
descuidarse y estar súper monísima, y encima trabajar fuera de casa
(“claro, que también tengo derecho”), no se ha visto jamás ni
en ninguna parte más que en ciertos países desarrollados y en los
tiempos que corren, y es lo más lejos de la igualdad que podemos
estar. No amiga, hacerlo todo tú y encima trabajar fuera de casa no es igualdad.
Y hasta tal punto tenía yo la idea
arraigada de que mi deber era poder con todo esto y con más (porque
además conocía, o creía conocer ejemplos cercanos de mujeres que
así lo hacían), que al ver que todo mi tiempo y mi energía era
absorbido por mi bebé, me sentía un fracaso.
Lo raro era que no me hubiera
deprimido. Qué distinto hubiera sido todo de haber cogido a mi bebé
en brazos sin sentirme culpable por ello (porque se fuera a
malacostumbrar, que tenía que estar en el carrito y dormir en la
cuna), de haber sabido que no tenía poca leche y que era normal que
mi bebé pidiera de comer con tanta frecuencia algunas veces, de
haber empezado antes a dormir con mi bebé y no tener que interrumpir
mi sueño constantemente durante la noche, levantarme y estar
aproximadamente 40-50 minutos esperando que se volviera a dormir,
regresar a mi cama y acostarme aterrada de que empezara a llorar de
nuevo justo cuando me rendía el sueño, con el corazón sobresaltado
en cada suspiro o quejido. Qué diferente hubiera sido todo si me
hubiera permitido descansar más, si no me hubiera sentido fracasada y
humillada por tener que pedir ayuda, si hubiera escuchado más a mi
cuerpo y a mi instinto...
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