La pérdida de mi primer huevito, además de dejarme los
ciclos descontrolados, influyó en la forma en que viví la llegada del segundo.
No notaba síntomas diferentes a los que tenía siempre cada
mes, y ya no me fiaba mucho del calendario. Tenía cambios de humor, molestias
en el vientre, estómago revuelto, vamos lo de siempre que estaba a punto de
bajarme la regla, sólo que aún no bajaba.
Había una cosa que sí me hizo sospechar, porque recordaba
algo parecido de la vez anterior, aunque llegué a pensar que sería psicológico,
y es que me despertaba en mitad de la noche con unas ganas imperiosas de ir al
baño. Me despertaba porque sentía la vejiga llenísima, y no era capaz de volver
a conciliar el sueño, por más cansada que estuviera, hasta que no la vaciaba.
Así que de pronto nacieron en mí dos vocecillas. Una de
ellas me decía “¡hazte un test ya! Que yo creo que algo va a salir” y la otra
“allá tú, si quieres perder el tiempo, la de rojo está al caer, no te hagas
ilusiones”. Así que, sin mucha ilusión, le hice caso a la primera vocecilla y
me compré un test.
Se supone que hay que hacerlos con la primera orina de la
mañana, pero era incapaz de estar toda la noche entera sin ir al baño, y a las
6 ya no aguantaba más. Sobra decir que sí que estaba un poco nerviosa por saber
de una vez lo que estaba pasando, así que de todas formas esa noche me había
dedicado a dar vueltas en la cama.
Me hice el test y me lo quedé mirando, pensando que de haber
algo saldrían inmediatamente dos barras de la misma intensidad, pero de momento
sólo salió la de control, por lo que en mi cabeza resonaba un “te lo dije, te
lo dije”, hasta que la segunda barra empezó a sombrearse poco a poco. Era
tenue, pero ahí estaba, así que se me aceleró el corazón y la primera voz soltó
un triunfante “¡Ja!”
No sabía si hacer el baile de la batidora, el de los
pajaritos, o saltar como una loca. Sólo salí disparada hacia el dormitorio,
donde mi ganso dormía plácidamente, ajeno a todas las emociones que yo estaba
viviendo.
Encendí la luz y él agarró el despertador, preocupado por
haberse dormido y llegar tarde al trabajo. Miró la hora, y con los ojos como
navajazos en un cartón, trató de enfocar el test que le puse delante de la
cara. Parpadeó, me miró y dijo: “¿Y para esto me despiertas? Ya me lo creeré si
te vuelve a salir la semana que viene”.
Y no es que no estuviera emocionado, ni que no le diera
importancia. Es que la historia de nuestro primer huevito también le había
afectado, y para él una raya tenue no quería decir nada. De hecho, aún
conservábamos nuestro primer test y el resultado era más evidente que éste. Por
más que yo le decía “esta vez es diferente, lo noto”, ni yo misma me lo
terminaba de creer.
Pues sí, esperé una semana entera como una valiente (o como
una pava incrédula, según se mire), pensando cada día si sería o no sería
aquello realidad. Y un test digital me confirmó que aquello, de momento, seguía
para adelante.
Pero la segunda vocecita siguió ahí, durante todo el
embarazo, diciéndome “esto no quiere decir nada, lo vas a perder en cualquier
momento”, y me hacía revisar el papel higiénico día tras día cuando me limpiaba
en el baño, en busca del mínimo indicio de mancha sanguinolenta.
Estábamos pasando por un momento especialmente duro y doloroso
de nuestra vida, lo que hacía que la vocecilla se cebara especialmente conmigo
diciendo “no va a salir adelante, no va a poder superar esto”, así que cuando,
estando de unos tres meses, fui al baño y vi que sangraba, no dudó en soltarme “¿lo
ves? ¿Ahí lo tienes?”.
Fui a urgencias temiéndome lo peor. He de decir que en el
hospital donde me atendieron el personal es de lo más variopinto, y el área de
ginecología, mayoritariamente femenino, es una ruleta rusa en la que te puede
tocar un/a profesional encantador/a que te dan ganas de hacerle la ola y
ponerle un altar, o te puede tocar un ser de lo más desagradable, con cara de
amargura, poca paciencia y menos tacto, que no hace por disimular que está
hasta el pelo de aguantar pacientes todo el día.
En mi caso, la persona que me atendió, a pesar de que le
expliqué que venía muy nerviosa y asustada, no fue capaz de explorarme,
haciéndome sentir culpable por ello con su actitud, para finalmente producirme
un desgarro que me hizo chillar tan fuerte que los acompañantes que aguardaban
en la sala de espera pensaron que había alguien de parto donde yo estaba.
Para mi alivio todo parecía ir bien. Me dieron una compresa
y un ibuprofeno para el desgarro y me mandaron para casa.
Pero la vocecilla siguió ahí, especialmente cuando, a una
semana de nacer mi gansi, tuvimos otro susto por el que esta vez sí tuvieron
que hospitalizarme.
Así que cuando por fin tuve a mi bebé en mis brazos, ni yo
misma me lo podía creer. Y en cuanto a la vocecilla, pues creo que ya me he
acostumbrado a su presencia, y más me vale porque creo que me acompañará ya
durante el resto de mi vida, y es que cuando eres madre empiezas a sentir unos miedos
que ni sabías que existían.
Muy bonita esta historia. Como se nos quedan grabadas estas cosas, y que recordaremos con melancolia. Solamente nosotras le damos un gran valor sentimental, mas allá de lo que cualquiera pueda sentir (sobre todo hombres, jaja)
ResponderEliminarLa verdad es que se vive un torbellino de emociones que sólo nosotras sabemos entender ^_^
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