Desde el mismo momento en que me enteré
de que estaba embarazada, nacieron en mí multitud de miedos que
nunca antes había experimentado, y es que nunca antes había temido
tanto por ninguna otra persona que no fuera yo. Con el paso del
tiempo y la ganancia de experiencia, no puedo evitar pensar, al mirar
atrás, que muchos de estos miedos eran totalmente irracionales.
Durante el embarazo te advierten de los
peligros de la toxoplasmosis, y empiezas a dejar de consumir ciertos
alimentos, a pesar de que los llevas consumiendo toda tu vida y nunca
jamás te has contagiado del dichoso bicho, pero por si acaso, dejas
de comer jamón. En mi caso, toda precaución me parecía poca, ¡la
toxoplasmosis era el coco!, así que durante todo mi embarazo no
volví a pisar la casa de mi madre sólo porque tenía un gato, con
el que por cierto yo había convivido varios años, estaba bien
vacunado y nunca salía a la calle (toma ya).
Aunque para mí, el principal miedo
durante el embarazo, sobre todo los primeros meses, era perder a mi
bebé. Esta sensación es muy común, en especial, en las mujeres que
ya han tenido una mala experiencia, como yo, que terminé
desarrollando un comportamiento compulsivo de revisar el papel
higiénico cuando me limpiaba en el baño, por si veía algún mínimo
rastro de sangre que pudiera hacer sospechar que se avecinaba lo
peor.
Por supuesto, lo primero que quiere una
embarazada, por encima de tener un niño o una niña, es que su bebé
venga sanito, y yo, como primeriza, me hubiera gastado todo el dinero
que tenía en revisiones ginecológicas continuas que me aseguraran
que todo iba bien, y todos los días (o casi todos, por si acaso esto
también era malo), buscaba un momento para escuchar los latidos del
corazoncito con el doppler fetal casero. Lo que hubiera dado porque
me instalaran una cámara ahí dentro...
Una vez que nació mi bebé, mis miedos
evolucionaron. Ahora el coco era la muerte súbita. Aunque bromas
aparte, para una madre esto puede ser realmente angustioso, pero
tampoco es bueno ni saludable que se convierta en una obsesión. En
mi caso, los pocos ratos que mi gansi no pasaba en mis brazos y
consentía echar un sueñecito en su cunita o en el carrito, estaba
siempre en la fiel compañía de un monitor para bebés. Pero no uno
de los que sólo se oyen, no, que mi casa tampoco es tan grande y si
lloraba lo más mínimo siempre me enteraba (entre otras cosas por
ese super oído vulcaniano que desarrollamos las madres). Yo
necesitaba ver a mi bebé en todo momento, asegurarme de que no había
vomitado, que no se había cubierto la carita con la sábana, y
contemplar como subía y bajaba su pechito al respirar.
"He oído al niño suspirar. Será mejor que vaya a comprobar que está bien"
Las veces que, en la noche, echaba un
sueño un poco más largo de lo habitual, en lugar de aprovechar y
descansar, me levantaba frecuentemente a comprobar que estuviera
bien, lo que dejó de ser necesario cuando empezamos a colechar,
claro. Hoy en día ya tiene más de dos años, duerme en su camita
(aunque casi siempre la compartimos, al menos en algún momento de la
noche) y las pocas veces que duerme toda la noche del tirón, aún me
despierto y voy a ver si está bien.
Por no hablar del escalofrío que te
recorre cuando oyes un “¡atchis!” o ves colgar un moquillo,
porque ya sabes lo que puede venir después (noches sin dormir,
llantos inconsolables, visitas al pediatra, cuando no a
urgencias...). O cuando tienes que irte y dejar a tu bebé con alguien o en la guardería, y de pronto suena el teléfono y entras en más tensión que si te hubiera llamado la niña de The Ring...
Pero al final una se termina
acostumbrando a vivir en ese constante estado de inquietud. Desde que
te ponen a tu bebé en los brazos y piensas “¡madre mía! ¿cómo
se coge esto? Con lo torpe que soy... ¡a que se me cae!”, o
“¿estará bien alimentado? ¿tendrá suficiente abrigo, o
demasiado?”, hasta que ya se hace mayor y empieza a vivir su propia
vida.
Por una parte es comprensible que una
acabe casi obsesionándose y pebsando “una personita tan pequeña
depende complentamente de mí, así que todo lo malo que le pase es
culpa mía”, pero con el tiempo vas viendo que hay muchas cosas que
escapan de tu control, y que en ocasiones cuanto más intentes
controlar, más coartas el desarrollo de tu bebé.
Y es que es normal que una madre tenga
ya para toda la vida ese miedo, que en el fondo es sano, y esa
preocupación por el bienestar de sus hijos, por muy mayores que ya
sean.
"No te pases con el picante que ya sabes que te sienta mal (caquita sonriente)"
Jajaja, totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarEn el embarazo una amiga me regaló un bolsón de nubes, ummmm! riquísimas con una nota que decía "Dulce espera", dulce espera??? de dulce ná de ná, con el corazón encogidito todo el día y ya nunca se desencogió.
que rico! Eso son amigas! Jajaja
EliminarQué razón tienes!!, desde que nos enteramos de que vamos a ser madres no paramos de sufrir y eso ya es para toda la vida.
ResponderEliminarJejeje se disfruta, se te cae la baba, sientes un amor que no te cabe el pecho, pero el miedo también va en el lote, que le vamos a hacer.
EliminarGracias por comentar! ;)
Sí, ese miedo viene de serie, la genética a veces nos juega malas pasadas, eh? Jaja.
ResponderEliminarComo en los vídeos que pusiste en uno de tus post, cuando durmen nos asomamos para ver si ese pecho sube y baja o acercar el oído a sus naricillas para ver si se oye algo... Y ¿cuando tosen? Alarma roja, alarma roja!!!! XD
Las madres a veces nos volvemos bipolares... por que no te duermes?? Por que no te despiertas?? Jajaja
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