domingo, 2 de febrero de 2014

Miedos de mamá

   Desde el mismo momento en que me enteré de que estaba embarazada, nacieron en mí multitud de miedos que nunca antes había experimentado, y es que nunca antes había temido tanto por ninguna otra persona que no fuera yo. Con el paso del tiempo y la ganancia de experiencia, no puedo evitar pensar, al mirar atrás, que muchos de estos miedos eran totalmente irracionales.


   Durante el embarazo te advierten de los peligros de la toxoplasmosis, y empiezas a dejar de consumir ciertos alimentos, a pesar de que los llevas consumiendo toda tu vida y nunca jamás te has contagiado del dichoso bicho, pero por si acaso, dejas de comer jamón. En mi caso, toda precaución me parecía poca, ¡la toxoplasmosis era el coco!, así que durante todo mi embarazo no volví a pisar la casa de mi madre sólo porque tenía un gato, con el que por cierto yo había convivido varios años, estaba bien vacunado y nunca salía a la calle (toma ya).


   Aunque para mí, el principal miedo durante el embarazo, sobre todo los primeros meses, era perder a mi bebé. Esta sensación es muy común, en especial, en las mujeres que ya han tenido una mala experiencia, como yo, que terminé desarrollando un comportamiento compulsivo de revisar el papel higiénico cuando me limpiaba en el baño, por si veía algún mínimo rastro de sangre que pudiera hacer sospechar que se avecinaba lo peor.


   Por supuesto, lo primero que quiere una embarazada, por encima de tener un niño o una niña, es que su bebé venga sanito, y yo, como primeriza, me hubiera gastado todo el dinero que tenía en revisiones ginecológicas continuas que me aseguraran que todo iba bien, y todos los días (o casi todos, por si acaso esto también era malo), buscaba un momento para escuchar los latidos del corazoncito con el doppler fetal casero. Lo que hubiera dado porque me instalaran una cámara ahí dentro...


   Una vez que nació mi bebé, mis miedos evolucionaron. Ahora el coco era la muerte súbita. Aunque bromas aparte, para una madre esto puede ser realmente angustioso, pero tampoco es bueno ni saludable que se convierta en una obsesión. En mi caso, los pocos ratos que mi gansi no pasaba en mis brazos y consentía echar un sueñecito en su cunita o en el carrito, estaba siempre en la fiel compañía de un monitor para bebés. Pero no uno de los que sólo se oyen, no, que mi casa tampoco es tan grande y si lloraba lo más mínimo siempre me enteraba (entre otras cosas por ese super oído vulcaniano que desarrollamos las madres). Yo necesitaba ver a mi bebé en todo momento, asegurarme de que no había vomitado, que no se había cubierto la carita con la sábana, y contemplar como subía y bajaba su pechito al respirar.


 "He oído al niño suspirar. Será mejor que vaya a comprobar que está bien"



   Las veces que, en la noche, echaba un sueño un poco más largo de lo habitual, en lugar de aprovechar y descansar, me levantaba frecuentemente a comprobar que estuviera bien, lo que dejó de ser necesario cuando empezamos a colechar, claro. Hoy en día ya tiene más de dos años, duerme en su camita (aunque casi siempre la compartimos, al menos en algún momento de la noche) y las pocas veces que duerme toda la noche del tirón, aún me despierto y voy a ver si está bien.


   Por no hablar del escalofrío que te recorre cuando oyes un “¡atchis!” o ves colgar un moquillo, porque ya sabes lo que puede venir después (noches sin dormir, llantos inconsolables, visitas al pediatra, cuando no a urgencias...). O cuando tienes que irte y dejar a tu bebé con alguien o en la guardería, y de pronto suena el teléfono y entras en más tensión que si te hubiera llamado la niña de The Ring...


   Pero al final una se termina acostumbrando a vivir en ese constante estado de inquietud. Desde que te ponen a tu bebé en los brazos y piensas “¡madre mía! ¿cómo se coge esto? Con lo torpe que soy... ¡a que se me cae!”, o “¿estará bien alimentado? ¿tendrá suficiente abrigo, o demasiado?”, hasta que ya se hace mayor y empieza a vivir su propia vida.


   Por una parte es comprensible que una acabe casi obsesionándose y pebsando “una personita tan pequeña depende complentamente de mí, así que todo lo malo que le pase es culpa mía”, pero con el tiempo vas viendo que hay muchas cosas que escapan de tu control, y que en ocasiones cuanto más intentes controlar, más coartas el desarrollo de tu bebé.


   Y es que es normal que una madre tenga ya para toda la vida ese miedo, que en el fondo es sano, y esa preocupación por el bienestar de sus hijos, por muy mayores que ya sean.


"No te pases con el picante que ya sabes que te sienta mal (caquita sonriente)"

6 comentarios:

  1. Jajaja, totalmente de acuerdo.
    En el embarazo una amiga me regaló un bolsón de nubes, ummmm! riquísimas con una nota que decía "Dulce espera", dulce espera??? de dulce ná de ná, con el corazón encogidito todo el día y ya nunca se desencogió.

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  2. Qué razón tienes!!, desde que nos enteramos de que vamos a ser madres no paramos de sufrir y eso ya es para toda la vida.

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    1. Jejeje se disfruta, se te cae la baba, sientes un amor que no te cabe el pecho, pero el miedo también va en el lote, que le vamos a hacer.
      Gracias por comentar! ;)

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  3. Sí, ese miedo viene de serie, la genética a veces nos juega malas pasadas, eh? Jaja.
    Como en los vídeos que pusiste en uno de tus post, cuando durmen nos asomamos para ver si ese pecho sube y baja o acercar el oído a sus naricillas para ver si se oye algo... Y ¿cuando tosen? Alarma roja, alarma roja!!!! XD

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    1. Las madres a veces nos volvemos bipolares... por que no te duermes?? Por que no te despiertas?? Jajaja

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