Muchas veces nuestros peques nos hacen
perder la paciencia. Ellos viven a otro ritmo (van a toda pastilla
cuando queremos estar tranquilos y van tranquilos cuando tenemos
prisa) y les cuesta entender el no (incluso aunque creas que se lo
has explicado con total claridad), se cansan, se ponen chocantes, se
estresan, se aburren o les da el subidón en el momento o lugar más
inoportuno.
Es en esos momentos cuando necesitamos
más que nunca respirar profundamente y recordar que nosotros somos
los adultos, que tenemos mucho más control sobre nuestras emociones
que ellos. Que puede que nuestro peque esté fuera de sí, pero no
quiere decir que nosotros, los padres, no podamos (y debamos)
mantener la calma. Al fin y al cabo, son personitas en construcción.
Tengo un recuerdo de mi infancia.
Estaba yo en clase de lengua y la profesora repartiendo exámenes. Me
pareció injusto que no me hubiera corregido uno de los ejercicios y
fui a preguntarle por qué. Me dijo que había hecho la letra tan
pequeña que apenas la entendía, a lo que respondí que quería que
mi respuesta fuera completa, que había muy poco espacio para
contestar (de hecho, había tenido que usar parte de los márgenes) y
no nos había permitido utilizar papel aparte, que si quería podía
leérsela para que pudiera corregirla. Se lo dije desde el respeto
más absoluto (porque además yo era una alumna modélica y bien
modosita), pero a la señora se le cruzaron los cables. Estaría
harta de que le hicieran reclamaciones de exámenes ese día, o
estresada por lo que fuera, o se le había olvidado echarse el
dermovagisil, pero el caso es que se puso echa una fiera y comenzó a
chillarme con los ojos desorbitados. Mi primera reacción fue quedar
en shock, y ya estaban a punto de saltárseme las lágrimas cuando
observé fríamente el panorama: una señora hecha y derecha
perdiendo los papeles delante de una niña que estaba totalmente en
calma, y así decidí seguir, mirándola fijamente, calmada y
sintiendo vergüenza ajena por ella, de tal modo que cada vez se
irritaba más, y me retaba a que le contestase, hasta que salió de
la clase y mis compañeros me vitorearon. Me había comportado yo
como la adulta, y ella sola se había dejado en evidencia. Nadie
entendía cómo había sido capaz de mantener la compostura.
"Señora... ¿tiene usted picores? Ya sabe... ahí..."
Y lo que le pasó a aquella señora ese
día nos pasa muchas veces a las madres (y padres), que perdemos los
papeles en situaciones que deberíamos ser capaces de controlar, pero
que en ese momento, por la razón que sea, nos desbordan. Nuestros
hijos chillan y nosotras chillamos más fuerte, nos ponemos a su
altura o pretendemos que se comporten como si fueran adultos, cuando
quizá ni siquiera saben cómo se espera de ellos que se comporten en
ese determinado momento o lugar o por qué.
De echo, en el caso de los niños, el
vernos a sus padres o cuidadores calmados les ayuda a calmarse. Lo
cual no quiere decir que les ignoremos o no les tomemos en serio. Eso
que a veces se les dice a los niños de “hasta que no te calmes no
te hago caso” que el pobre niño debe pensar “eso quisiera yo,
poder calmarme tan fácilmente, pero he entrado en un bucle en el que
ya ni me acuerdo por qué estoy gritando y llorando”.
Pero vamos, que no voy a juzgar a nadie
porque a mí misma me ha ocurrido que ha llegado un momento en el que
me he quedado ya sin recursos y lo único que se me ha ocurrido
decirle a mi peque es “pues ya te calmarás, cuando tú veas”.
Y esta es, bajo mi punto de vista, la
mejor manera de gestionar una rabieta infantil. Porque tooooodos los
niños las tienen en algún momento. Sí señor/a sin hijos, no sólo
los míos porque los malcríe (que igual el peque en cuestión es que
tenía un mal día, y normalmente no se le va la olla por cualquier
tontería, pero ese día sí), sí señora mayor que educó a la
perfección a sus churumbeles, sus hijos también las tuvieron aunque
usted ya no lo recuerde, sí querida madre primeriza reciente,
lamento decirte que tu peque también las tendrá tanto si decides
colmarlo de amor y atenciones (y crees, como yo cuando era Gansa
Premamá, que un peque bien atendido no tiene por qué tener una
rabieta), como si decides criarlo con la rectitud de una Super Nanny
británica. Porque si existe un peque que no tenga rabietas, a ese le
pasa algo que no es muy normal...
Tanto las rabietas como las salidas de
tono, el nerviosismo, las travesuras, la rebeldía, son parte de lo
que significa crecer y formarse como persona. Lo importante como
padres es saber reconducir estos comportamientos, tratar de evitarlos
en la medida de lo posible y manejar la situación lo mejor que se
sepa y con la mayor calma posible, que parece pedir poco, pero nada
más lejos de la realidad.
A los niños les cuesta gestionar sus
emociones y sentimientos, y siempre va a existir un momento en el que
deseen algo que por lo que sea no les podemos conceder, o no se lo
podemos dar en ese instante. Y no quiere decir que sean unos
caprichosos o unos mimados.
“¿Por qué no puedo meter los dedos
en ese enchufe? ¡Jo, con la curiosidad que tengo! ¡Si creo que
caben! Venga jolín mamá, sólo un poquito... ¿Qué dices de que me
voy a electrocuqué? Bah, seguro que no es para tanto... Porfiiiiii”.
Además el universo de los niños es
distinto al nuestro, cosas que para nosotros los adultos no tienen la
menor importancia para ellos son lo más grave que les ha pasado en
todo el día o en toda su vida.
Y después de gritar a nuestro peque, o
darle un cachete o perder los papeles de alguna forma, viene esa
vocecita de remordimiento (y el que no la tenga, yo me preocuparía
por su salud mental), que nos hace analizar si hemos actuado bien, si
nuestro comportamiento ha sido proporcionado, si podíamos haber
resuelto el asunto de otra manera, o si ha sido para tanto lo que ha
hecho nuestro peque. Otra cosa es el resultado final de este debate
interior, pero tenerlo creo que lo tenemos todos en algún momento.
Poco a poco vamos conociendo a nuestros
peques y podemos anticiparnos a sus reacciones, sabemos lo que tardan
en aburrirse de algo, los sitios o las situaciones que les producen
más estrés, e incluso esperamos que en algún momento se comporten
de manera totalmente inesperada y reaccionen como habitualmente no lo
harían.
¿A quién no le ha pasado que a tu
peque le han ofrecido algo que jamás le ha gustado, dices “no lo
va a querer, no le gusta”, y ahora ves que el/la hijuesumadre lo
trinca y lo devora y a ti se te tuercen la cara y el culo en ese
instante? Son así de imprevisibles...
Y es que no siempre resulta fácil, por
mucho que nos repitamos a nosotros mismos el mantra de “el adulto
soy yo”, no siempre es sencillo mantener la calma, porque no
siempre se sabe cómo actuar o cómo responder, y ahí reside la
maravilla de la paternidad, en probar y errar y volver a probar y
encontrar algo que funciona, que deje de funcionar y buscar otra
alternativa.
En nuestro caso, una buena estrategia
cuando estamos en público, es imaginar que no hay nadie, no hacer
caso a miradas enjuiciadoras que esperan que calles ya esa alarma
antirrobo que parece que lleva tu peque adentro, algunos como si
estuvieran viendo una película (que solo les falta la bolsa de
palomitas y las gafas 3D) y diciendo “venga, dale una colleja,
vamos, que se lo está ganando, colleja, colleja...” Y así atender
esa salida de tono (por utilizar un eufemismo) de nuestro peque a
nuestra manera y a nuestro ritmo, y olvidarnos del reloj, que lo más
probable es que lo que sea pueda esperar unos minutos a que ayudemos
a nuestro peque a recobrar la calma.